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Nacida en Almería, de la que he heredado la exageración andaluza y la contundencia de sus desiertos, quizá también la libertad de su mar.La huerta murciana me adoptó con tan sólo 6 años de edad, y tan bien me ha criado, que ya soy más murciana que las habas. Fiel amiga de mis amigos, aunque cada vez seamos menos."Enganchada" al que yo creo que ya antes de que naciera estaba destinado a ser mi compañero, y a esos pequeños seres que dia a dia nos obligan a recordar que el tiempo vuela,y que es mejor volar con él que quedarse en tierra.

lunes, 10 de agosto de 2015

DOÑA MARGARITA


 

Dña Margarita tenía un carácter especial. Activa y confiada, libre, dueña de sí misma y la jefa de su casa, hablaba con todo el pueblo. Lo que más gozaba a nivel social era la mañana del mercado. Conocía al gitano de las telas  tan bien que llegué a creer que era de la familia. Allí se ponía al día de todo y regateaba precios mejor que el más experimentado hombre de negocios. Yo la acompañaba, le llevaba algunas bolsas  y ella me mostraba como una joya a todos sus amigos y conocidos, tenderos y vecinos. Tenía una casa tan especial como ella, en la parte más alta del pueblo, cerca del castillo. El bar de El Vaina, pegado a casa, era parada obligada para el aperitivo. Aún no he probado una ternera en salsa igual: en uno de esos platitos de loza blanco, ovalado,con tenedor pequeño y rebanada de pan, a veces duro, pero daba igual, porque era para sopar... Entre el portón exterior y la puerta de entrada dejábamos las bolsas de la compra para ir a por esas telas que ya había ideado como usar, y si no, ya le valdrían a alguien: para el verano, para esas tardes de costura en la playa...pero ese es otro escenario. 
Doña Margarita era maestra. De las antiguas, claro, porque fue de las primeras...así que era de las de caligrafía inglesa y El Florido Prensil, o de pizarra y tiza sin más... A la hora del recreo la veía charlando con las otras maestras, entre las que se encontraba mi madre. Yo a veces dormía en su casa, esa de altas escaleras de mármol, sótanos misteriosos que habían sido cuadras, cocina antigua y patio con conejos... Cuando había suerte, ella me dejaba la muñeca de porcelana con vestidos de hilo y encaje, y jugaba sentada, para que no se me cayera. Ésos eran días especiales, como aquel día silencioso, cuando retransmitían el entierro de Franco por la tele.  Otro momento emocionante era cada vez que me dejaban entrar en ese cobertizo junto al despacho, en la planta baja...donde había una fantástica casa de muñecas hecha a mano por mi abuelo y que era de mi madre pero que sus hermanos ya habían estropeado un poco con sus juegos de niños brutos: dormitorios, cocina, baños, escalera, comedor...ventanas con balcones y todos los detalles imaginables. A mis ojos de niña era una casa inmensa, pues era más alta que yo, y un preciado tesoro que llevo años pensando arreglar. 
Del barrio aquel me quedo con el olor a pan y a magdalenas recién hechas del horno de la tía Manolita, y las muestras de perfume que me regalaba la señora de la mercería. Una vecina especial, Rosita, parecía sacada de una revista de la alta sociedad de entonces. Delgada y erguida como una bailarina de Lladró, su forma de vestir, de moverse y de hablar denotaba una elegancia extrema que a todos fascinaba. Ella agradecía mis visitas y yo observaba cada uno de sus movimientos con admiración. No tan agradables eran algunos paseos con paradas continuas para saludar, las visitas por obligación, los pellizcos de ay-que-bonica, y los besos pinchosos de ancianas bigotudas. Pero ese era el ritual, y yo una niña educada.
Me enseñaba sus joyas, me contaba la historia de cada una y me las prometía todas, y yo siempre incómoda con esa idea de la herencia que implicaba una muerte previa, le decía que para eso aún quedaba mucho...y ella entonces me recitaba la poesía de Campoamor:
“Sentía envidia y pesar 
una niña que veía 
que su abuela se ponía 
en la garganta un collar. 
-¡Necia!- la abuela exclamó-. 
¿Por qué me envidias así? 
Este collar irá a ti 
después que me muera yo-. 
Mas la niña, que aun no vela 
con la ficción la codicia, 
le pregunta sin malicia: 
-Y ¿morirás pronto, abuela?”

Los veranos en El Pozo. Su casa miraba de frente al mar, y para disfrutarlo tenían un gran porche bajo, a solo medio escalón de la calle. Todo el que pasaba saludaba o entraba y se sentaba un rato a charlar. Mi abuelo estaba impedido, siempre malo de las piernas hasta que las fue perdiendo. Él era el alma de ese porche, con su cigarro que nunca se apagaba...era uno con otro, y si había que encender de nuevo, en el cajón de la mesa de madera tenía su mechero de piedra, con la mecha color naranja... Luego vinieron los médicos y doña Margarita escondiendo el tabaco por toda la casa...
Yo vivía justo detrás de ellos y siempre que podía cruzaba la calle y entraba a su casa por la puerta de atrás. Consigna obligada era ayudar en lo que pudiéramos y a mi me tocaba limpiar. A cambio, lo que encontrara en el suelo era para mi, y algo más caía siempre, aunque tuviera que sacarlo de su caja de lata del Julepe. Por las tardes ella tenía su partida y se lo tomaba muy en serio; aunque casi siempre perdía, era la cita que más disfrutaba del día, así como mi abuelo hacía con el dominó. Aún me parece escuchar el ruido de las fichas contra la mesa de mármol y las discusiones que se montaban por una perra gorda.
Doña Margarita no perdonaba el baño diario y, hasta que pudo, se ponía sus sandalias de plástico y se iba donde siempre, con su tertulia, sin importarle que fuera zona de piedras y roca, ellas eran más duras que eso y allí se habían  bañado toda la vida. Si se me ocurría cruzar por su casa a la hora de comer, la encontraba en la cocina y me obligaba a probar la comida. Los días que hacía ajo me tenía preparado un trozo de pan para sopar. Sabía que era mi debilidad.
Doña Margarita era mi abuela. Hace unos años que desapareció, y solo dos desde que se fue definitivamente. Para mi fue mucho mas que el personaje que seguro que todos recuerdan y recordarán aún durante años. Ya nos hemos acostumbrado a su ausencia porque hace mucho que dejó de ser ella para vivir callada en una silla de ruedas. Menos mal que nos quedan recuerdos que hacen que permanezca siempre. Quedan muchos más recuerdos de los que puedo  relatar hoy, porque las personas grandes como ella y las vidas que compartimos de cerca dejan huellas que a menudo ni vemos ni sabemos transmitir porque ya forman  parte de nosotros mismos. Quede este pequeño recuerdo como homenaje. Me siento feliz por haberla tenido en mi vida y le agradezco que además de un personaje inmenso haya sido sobre todo mi abuela.